De nuevo, y como todos los años desde que la ONU lo decidió en 2010, el 24 marzo se celebra en todo el mundo el Día Internacional del Derecho a la Verdad, en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. Fecha del asesinato impune de monseñor Romero, quien dedicó su vida a la defensa de los derechos humanos en El Salvador, así como de otros pueblos donde tuvo la oportunidad de llevar un mensaje de esperanza y de paz, cuyo legado permanece.
Este año resulta obligado recordar la verdad, junto con la dignidad y la grave violación del derecho humano a la salud. La justicia y los derechos humanos, en situaciones como las que vivimos, tienen cabida en el derecho a conocer la verdad, a ser tratado con justicia, a conseguir reparación y en el derecho a perdonar, que componen la sinfonía de derechos a que cualquier persona debe y tiene derecho a aspirar legítimamente.
Es necesario recordar que el derecho a la verdad se sustenta y configura con cuatro derechos entrelazados:
1.- El derecho a conocer la verdad: Nos hace humanos la necesidad de relacionarnos, de vivir en sociedad y solidaridad con el resto, lo que se muestra inequívocamente cuando todos los días, al caer la tarde, cantamos y aplaudimos a quienes nos están cuidando y salvando. Desde luego que la verdad sobre todo incluye el dolor y la situación de las víctimas, pues no hay verdad sin la verdad de las víctimas.
Conocer la verdad exige el acceso a la información oficial, clara y precisa, terrible a veces, pero también tranquilizadora. La violencia crece en el silencio. El derecho a la información forma parte del derecho a la verdad, y no sólo se extiende a la situación real, sino a las medidas de respuesta por parte de las instituciones nacionales e internacionales, así como a las medidas de búsqueda y sanción, control y contraste, frente a quienes han decidido lanzar sus interesadas campañas de desinformación e intoxicación. Liderazgo que deben asumir las instituciones públicas que disponen de la información privilegiada a la que la sociedad no alcanza. Faltar a la verdad se convierte en un atentado contra las víctimas.
2.- El derecho a ser tratado con justicia: Desde luego que sólo es posible hacer justicia percibiendo el dolor de las víctimas. Pero en situación de pandemia, cuando todos somos víctimas potenciales de un bicho tan maligno, coronado como un rey, que se cuela por cualquier rendija de la normalidad, nuestro derecho de justicia alcanza a la necesidad de mantener las relaciones más sanas y cercanas desde la distancia obligada. Pero también forma parte de la justicia reconocer a todas las personas que se complican la vida, por su profesión o por su decisión, para poner fronteras ante la invasión del maligno coronado. A su vez, las defensas se desmoronan para quienes se encuentran en situaciones de mayor vulnerabilidad o para aquellos que habitan en regiones o territorios con cobertura sanitaria precaria o inexistente. Esta situación nos obliga a descubrir a cantidad de personas sin hogar, a quienes trabajan fuera del sector formal, a los niños y niñas que dependen para su alimentación de los centros de enseñanza, a los migrantes a quienes rechazamos por la mala suerte que tuvieron de nacer lejos o de tener otro color en la piel. Ser tratados con justicia equivale a disponer sin diferencias los recursos y a evitar cualquier discurso o actuación que aliente la xenofobia o la discriminación frente a los indefensos. Es tiempo de afectos, no de rivalidades.
3.- El derecho a conseguir reparación: De nuevo cabe decir que el derecho exige abrir la puerta a la reparación que la víctima necesita, supone aceptar el dolor, respetar la autonomía y dignificar la vida. Y la reparación inmediata se sustenta en la generalizada y ajustada atención sanitaria, en el reconocimiento para quienes se ocupan directamente de la misma y en la felicitación a quienes participamos con nuestro comportamiento coherente y solidario de quedarnos en casa propia para evitar que el enemigo disponga de libre acceso ante las cándidas sospechas de quien se cree que está por encima del bien y del mal. Y la reparación claro que está en los centros de salud, de personas mayores o de niños abandonados; pero también en las calles y parques vacíos, en los balcones donde cantamos y aplaudimos, en la atención reparatoria a quienes deben bajar la persiana de su único modo de subsistencia, en la creatividad de quienes nos ofrecen todos los días motivos para la sonrisa a pesar de muchos más motivos para el llanto y la preocupación, aún transitoria.
4.- El derecho a perdonar: Pero, ojo, que el perdón es patrimonio de las víctimas. Y las víctimas, que somos todos aunque no nos lo creamos, debemos sacar de nosotros lo mejor que tenemos y perdonar a quienes siguen escapándose a disfrutar de unos días de vacaciones asumiendo para sí y para otros la condición de transmisores; a quienes buscan rédito político en el dolor ajeno; a quienes esconden material imprescindible para la protección en modo de mascarillas, batas o guantes para poder subastarlas u ofrecerlas al mejor postor, entre tanto faltan en el sistema para quienes no pueden participar en la subasta más que con su deterioro o su vida. A ellos les perdonaremos, pero nos corresponde exigirles que practiquen el deber de garantizar que no se va a repetir una conducta tan irresponsable, egoísta e inhumana. También perdonaremos a quienes lideran los países, siempre que las privaciones de derechos se rijan por criterios de proporcionalidad, necesidad, temporalidad, periódica evaluación y garantía máxima del respeto de todos aquellos derechos que no deban ser afectados.
Somos conscientes de que nuestra vida no depende de nosotros y debiéramos asumir con humildad nuestra dependencia de otros y de tantos factores que no podemos controlar. Nuestra vulnerabilidad nos exige actuar con la conciencia de que la respuesta a las emergencias de la salud también depende de nuestro comportamiento y nos impone obligaciones para poder salvaguardar el derecho a la vida y a la salud efectiva del resto. La evidencia de una pandemia es que es tremendamente democrática, pero también nos da la oportunidad de democratizar nuestra solidaridad y nuestra capacidad de agradecimiento y cercanía para seguir aspirando a vivir felizmente.
José Mª Tomás y Tío