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01/04/2020
La estrella de siete puntas


Desde hace un tiempo solemos meditar un ratito en familia, justo antes de ir a dormir. Yo suelo guiar la sesión, improvisando una visualización. Hace unas cuantas noches, me dio por hablar de nuestra familia como una hermosa y brillante estrella, llena de luz.
Ahí estábamos nosotros, sentados en círculo, mi marido, mis tres hijos y yo; cada uno éramos una punta de esa estrella. Y situamos en el medio a Futui y Bukhü, los dos bebés que albergué en mi vientre por pocas semanas, y a quienes en su día les dimos nombre en Arawak, la lengua de mi marido.
Futui fue gestado en México y significa jacaranda, en honor a los maravillosos árboles que cada año tiñen de violáceo la Ciudad de México. Bukhü llegó a nuestra familia en
Paraguay y significa regalo, pues de ese modo vivimos esa gestación, tras la pérdida anterior. Futui y Bukhü tienen un altar en nuestra casa donde les dejamos flores, velas, incienso y regalitos. Nuestros hijos conocen sus historias y hablan a menudo de ellos. Así pues, la estrella de nuestra familia tenía siete puntas.
Tras la meditación nos agarramos, representando con los brazos nuestra estrella, de la que cinco puntas teníamos el privilegio de poder darnos las manos y dos estaban en el centro, acompañándonos.
Nos fuimos a dormir. Ya en la cama, con la luz apagada, mi hijo pequeño, de nueve años, me dijo, muy bajito:
“Mamá, yo tengo miedo de que se muera papá. Ahora está mejor, pero estuvo bastante enfermo. ¿Qué pasa si empeora de nuevo y se muere?”
No era la primera vez que hablábamos del tema. Flota por la casa desde que a mi marido le diagnosticaron un cáncer de próstata bastante avanzado.
“Bueno mi amor, hay gente que se pone enferma y vive así muchos años, siguiendo un tratamiento, incluso estando muy enferma. Así que no sabemos cuándo ni de qué se va a morir papá.”
“Pero algún día se morirá”
“Si, ciertamente, todos nos moriremos y papá también morirá”
“¿Y qué pasará cuando se muera?”
“Pues, a ver, ¿a ti qué te parece?”
“… pues, yo me pondré muy triste mamá, y lo echaré muchísimo de menos, y tú vas a llorar mucho. Porque cuando se murió la yaya [mi madre] lloraste mucho, así que por papá llorarás aún más.”
“Cierto”
“Y bueno, por otro lado, entonces nuestra estrella, seguirá teniendo siete puntas, solo que cuatro nos daremos la mano y tres estarán en el medio… Papá estará con nuestros hermanos, y se sentirá mejor, porque cuando las personas se vuelven energía ya no les duele nada; ya podrá mover bien el brazo derecho y pintar; y no sentirá dolor. Y aún y así, siempre estará con nosotros. Ahora entiendo que la estrella de nuestra familia siempre tendrá siete puntas.”
Me conmovió y maravilló que mi hijo hubiera podido llegar por sí mismo a esa conclusión, que pareció atenuar su angustia y tranquilizarle. Y más tarde, reflexionando sobre esa conversación, me di cuenta de varias cosas:
Primera: que mi hijo era muy valiente por haberse decidido a poner el dedo en la llaga, y compartir conmigo sus cuitas, nombrando sus pesares. Me prometí esforzarme en intentar mantener siempre abierto un canal de comunicación con nuestros hijos.
Segunda: la importancia de hablar de la muerte en casa, con los niños, con la mayor naturalidad que nos sea posible. Tanto de las muertes que ya ocurrieron en la familia, como sobre la posibilidad de que mueran los progenitores u otras personas. Darle un espacio a quienes vivieron con nosotros y se fueron, nombrarles y recordarles. No es siempre sencillo, pero se puede. Si nunca hubiéramos hablado con ellos de Futui y Bukhü no hubiera surgido incluirles en la estrella de nuestra familia.
Tercera: la importancia de pasar tiempo juntos en familia y de disfrutar de todo lo que sí podemos hacer ahora, aprovechando que estamos vivos; empezando por algo tan sencillo como improvisar una meditación. Si bien es del todo voluntaria, mis hijos se apuntan prácticamente siempre a la propuesta de meditar juntos. Observo que ellos también usan ese momento de recogimiento como una oportunidad para conectar con ellos mismos, con sus temores, sus anhelos.
Cuarta: no negar que nos moriremos y que es normal pensar algunas veces en ello. Todos los niños en algún momento de sus vidas temen por la muerte de sus progenitores. Es un temor que echa raíces en el amor que nos tienen: te quiero tanto que temo perderte. Y, sin embargo, el amor puede traspasar no solo las fronteras terrestres sino las de esta vida. Una puede seguir sintiéndose querida por su padre o por su madre, y seguir recordándoles con amor, aunque hayan fallecido.
Quinta: No anticipar respuestas. Los niños saben, y saben mucho. Más de lo que creemos. A menudo solo necesitan un espacio de intimidad y confianza para formular lo que ya saben. Ante la pregunta de mi hijo yo podría haberle contestado con mi opinión, bien elaboradita y con un lacito. Pero al decirle “¿a ti qué te parece?” le estaba invitando a que él mismo rebuscara entre sus recursos. Y, ¡voilà!, no tardó en contestar: una estrella de siete puntas, cuatro fuera y tres dentro. Y esa era la mejor respuesta, la que mejor podía consolarle, porque era la suya.



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